Desde hace muchos años que las hinchadas de los cuadros de fútbol uruguayos se enfrentan a golpes, puntapiés, pedradas o con cualquier objeto que tengan a su alcance, incluyendo revólveres y cuchillos. El objetivo es "ganar" algún objeto que los hinchas rivales luzcan orgullosamente. Banderas, gorros, bufandas, camisetas e incluso billeteras y pantalones son codiciados por los desenfrenados barras bravas que después cuelgan en sus hogares en señal de "machismo y ferocidad".
Antes del encuentro es común ver corridas en torno al Parque Batlle -cuando los partidos se juegan en el Centenario-, o en el Cerro -cuando se juegan en el Tróccoli-. Justamente la intención es robar banderas para luego quemarlas durante el encuentro.
El gorro de Da Cunha fue el objeto que los barras bravas de Peñarol querían. Un simple sombrero de tela con los colores celestes y blancos que le costó la vida a un trabajador padre de familia. La Policía no es ajena al problema de los "trofeos", en más de una oportunidad los hinchas se enfrentaron con los uniformados con el único fin de llevarse como recuerdo un gorro, una cachiporra o un simple frasquito de gas paralizante.
Así está el mundo amigos, parafraseando a un conductor de la televisión.
Qué le pasa a esta sociedad, a nuestra sociedad. Ayer fue el fútbol otro día fue a la salida de un baile popular en la zona del Reducto.
Mucho se viene hablando, escribiendo y teorizando acerca de la violencia en la sociedad, de su complejidad, de sus causas y de las probables vías para superarlo o, al menos, neutralizarlo.
Es un asunto hiperdiagnosticado, preocupante, y para el cual lamentablemente no se avizora solución cercana.
Esta vez la crónica del fin de semana nos golpea con mayor fuerza mediática, quizás porque las víctimas son asistentes a un espectáculo deportivo o porque en uno de los casos el simpatizante asesinado lo fue delante de su esposa e hijo, un hombre joven y de trabajo.
Más allá de la imprescindible identificación y detención del o de los asesinos materiales de la tragedia, el tema es otro, es constatar además de la actitud prescindente, casi autista, de las autoridades del fútbol --que no debe sorprender ni quitarnos el sueño porque poco o nada se puede esperar de ellas--, una cuestión más alarmante para los ciudadanos comunes, que no es otra que la conducta también elusiva, en este caso, de los responsables de la seguridad pública.
Parece que estamos frente a un hecho rutinario que no amerita una toma de decisiones drástica. Un número para la estadística y que la fiesta siga. Ayer el juego (o el negocio) del fútbol siguió como si nada hubiera pasado, se jugó el partido proyectado para la mañana y sólo se suspendió el resto de la etapa cuando desde los programas de televisión especializados comenzaron a manifestarse opiniones de indignación frente a la actitud del poder mayúsculo, Tenfield, y del poder minúsculo, la AUF.
Hasta que la sociedad no se expresó mandó "la caja registradora", el idioma dominante en el fútbol.
A nadie se le ha ocurrido parar el fútbol por el tiempo que sea necesario, mal que les pese a los mercaderes de este popular deporte.
¡Qué duro es enfrentar tal estado de cosas!
¿En qué queda el derecho de los ciudadanos a disfrutar de un espectáculo, de un paseo o una salida familiar?
Los famosos inadaptados, tolerados, a veces incentivados y/o digitados por las dirigencias irresponsables, están identificados desde hace largo tiempo en reiteradas filmaciones, pero nada se hace.
Ellos continúan gozando de la impunidad de sentirse los dueños de la vida de los demás, disponen de entradas de favor, viajan al exterior, hacen y deshacen.
Mientras, las autoridades diagnostican.
La población temerosa, absorta, se encierra, se autolimita, cada día es menos libre, sometida entre dos fuegos, aquel de la criminalidad creciente y el de la pasividad de las autoridades, quienes de una vez por todas tienen que aceptar que en una sociedad racional deben contemplarse y prevalecer los derechos de los buenos ciudadanos.
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