Ricardo Marcelo Zielinski es un músico, toca el bajo, y lo conocí hace unos años cuando vino a tocar a Montevideo. En esa oportunidad, yo estaba trabajando en la generación de un espectáculo de Víctor Heredia y Ricardo era uno más de la troupe de argentinos que llegaron a estas costas un día después de la caída del presidente Fernando De la Rúa. El panorama en Montevideo era totalmente diferente al que se vivía en Buenos Aires por cierto, y en esas horas que compartí con ellos pude trabar una fuerte amistad con Ricardo. Amistad que no tiene nada que ver con la asiduidad con que uno se vea. Uno puede ser amigo de alguien y solo lo vio una vez en la vida.
Ricardo y los otros músicos y el propio Heredia compartieron, además, un asado frente a un boliche que tenía Pedro Graffigna, Encuentros, en la calle Cassinoni y Canelones. Los tipos no podían creer estar comiendo un asado a plena luz del día en la vereda; en fin son las cosas que hacen diferente a Montevideo de Buenos Aires. Lo cierto es que a Ricardo no lo volví a ver hasta que en el pasado mes de agosto lo encontré en el hotel Conrad a donde había ido a tocar junto con la banda de Víctor Heredia. Le recordé que habiamos quedado en que me iba enviar unos cuentos que estaba escribiendo y la promesa se cumplió meses después. Pero antes del cuento, llegó un mail de Ricardo con una anécdota que me parece llena de poesía.
“En el verano tuve la suerte de estar unos días en Colonia (la tierra prometida), fui a pescar, muchas veces. La última, un rato antes de irme, me puse a hablar con un viejo, fue la única de las 10 veces que fui que hablé con alguien mientras pescaba. Un tipo divino, uruguayísimo, al toque estabamos hablando de la vida y la muerte, yo me tenía que ir sí o sí y no queria moverme, al final me fui, puteando porque ese momento terminara. El viejo me da la mano y dice más o menos.
-Nos vamos a volver a ver, las piedras redondas siempre se juntan.
A mi me gustó la imagen. Me fui pensando que iba a volver a pescar en esas rocas, con aquel viejo.
Bueno, una boludez, no quiero parecer mimoso, pero relaciono las palabras del viejo con que nos hayamos cruzado en el Conrad y se me ocurre que de alguna manera, somos un poco esas piedras redondas, que seguramente tendremos alguna noche de tannat por delante”.
EL CUENTO
“Aquel abrazo”
El teléfono sonó una vez más, mientras Liliana seguía con la vista perdida en los apuntes de la facultad. Apartó la mirada del incomprensible teorema y contestó mecánicamente.
- Consultorio… -
- ¡ Con el doctor Julio, por favor! -
La voz sonaba tensa, crispada, pero con un apuro distinto al que estaba habituada a escuchar. No sabía por qué, pero era así.
- El doctor está ocupado, si es por un turno yo puedo dárselo.-
- No, señorita, no es por un turno…-
- Bueno, en tal caso deje el mensaje y la llamará cuando se desocupe.-
- Se murió la mamá…-
- ¿¡ Cómo?!! …¿Qué mamá? – dijo después de unos segundos
en los que comprendió por qué esa llamada no sonaba como las demás. Nunca la parca tiene la voz distraída, nunca la de un chiste, aunque no sea más que el último de todos.
- La mamá del doctor Julio, nena. Yo soy Matilde, la vecina
La encontramos tirada en el piso…, hace un ratito, con la
mesa puesta…¿viste?; se estaba haciendo un estofado y
salía mucho olor a quemado. La llamé por el fondo y
como no me contestaba, me extrañó. La volví a llamar al
rato y después con el viejo pasamos por la ligustrina y
ahí la vimos, tirada en la cocina, viste nena…no somos
nada…-
- Espere que ya le paso con el doctor.- Dudó un segundo y apretó la tecla del conmutador.
- Julio, le quieren hablar.- dijo suavemente, sorprendiendo al doctor Ganolli, que hasta entonces nunca había escuchado a su joven secretaria llamarlo por su nombre.
- Hola…-
- Hola, Julito?, -
- ¿Quién habla?-
- Doña Matilde, de la panadería…-
- Hola, cómo le va,…cómo anda - contestó, puteando por dentro a Liliana, por haberle pasado esa llamada.
- Se murió tu mamá, Julito.- dijo Matilde con esa contundencia de las verdades absolutas.
-¿¡ Cómo?!!…
- Si, Julito, vení pronto, la encontramos tirada en la
cocina, hace un rato. El farmacéutico dijo que está
muerta, vení pronto, Julito.-
El tubo se le escapó de las manos. En su cuerpo se instaló la pesada carga de una tristeza que entonces parece infinita. Sabía que a esta altura la prisa era inútil, que no servía salir corriendo para encontrar el cuerpo de su vieja desparramado en el piso de la cocina. Cuando llega la muerte, ningún apuro es necesario, se queda para siempre.
Liliana entró al consultorio, le dijo a la paciente que miraba el teléfono caído y la cara del doctor sin entender nada, que por favor esperara afuera. Colgó el tubo, murmuró un “lo siento mucho” y enseguida se retiró, sin recibir la mirada que segundos después él le dirigió. Hasta entonces, Julio no hizo más que quedarse duro, con la vista perdida en la ventana, y un dolor nuevo, inmenso dolor que inunda el pecho, lo desborda,
Dejó de mirar la nada, con el saco en la mano y sin decir más que unas palabras, fue a cumplir con el destino que le había preparado esa impensada tarde.
Los trámites fueron cortos. Cuando el que los hace se presenta como Doctor, algunas cosas se abrevian. Quizás sea éste el último beneficio de los profesionales argentinos, pensó…
El velorio empezó a llenarse de gente alrededor de las diez de la noche. Algunos recién se enteraban, otros llegaron después de cenar.
Para esa hora, Julio ya había tomado dos Lexotanil. Todo comenzaba a sucederle como si no le estuviera pasando a él, como si este lúgubre adiós, fuera el de otra persona y no el de su vieja, con la que había estado tomando mate la tarde anterior.
Hacía calor, en la vereda se instalaron los vecinos. La conversación era distendida, nadie lloraba ni parecía haberlo hecho.
Al lado del cajón se acomodaron la hermana de la finada, Doña Pura, con su hijo, Agustín, a los que Julio no veía desde años atrás, después de una pelea por la sucesión de su abuelo.
Más allá de un incómodo abrazo que se dieron cuando se encontraron, con la tía Pura no había vuelto a hablar. A su primo Agustín le dio la mano lejanamente. Aunque en esos momentos muchos rencores parecen apagarse, Julio no pudo más que sentir asco al verlo.
Seguía pensando que era una mierda y no había muerte, tristeza ni Lexotanil que lo hiciera cambiar de idea.
- ¡ No me vas a comparar al Bocha con ese maricón de
Alonso!! -
- ¡ Más bien que no!, uno fue un genio y el otro un peladito
comilón.-
- Che, córtenla que ahí viene Julio.- Los antiguos amigos
del barrio interrumpieron su eterna discusión de fútbol y le hicieron un lugar. El se acercó con la mirada ausente, los ojos rojos.
-¿ Y viejo…cómo la llevás?.-
- Hecho mierda, pero remierda,…¿sabés que me pasa?, no
lo puedo creer. La vieja era un roble, nunca se enfermaba, siempre para adelante, que se yo, no lo puedo creer…- Otra lágrima comenzó a mojar los ojos cansados. Julio la
retenía, esforzándose por no dejarla caer.-
- Fuerza Julito, qué le vamos a hacer, sos joven, no te me
vayas a caer ahora … pensá en Marta… en los pibes…-
- No aflojes, Julio- dijo el Laucha Hernandez, mozo del
bar de la esquina, donde se juntaban cada vez menos a tomar unos Gancias.
- No somos nada, hermano, hoy estamos, mañana no.-apuntó Goyo.
Julio se sintió más cansado que nunca. Las boludeces qué decían sus amigos terminaron de empujarlo hacia un sillón en el rincón de la sala, lejos de la tía Pura y el primo Agustín.
Miraba todo y se preguntaba si alguien en verdad entendía el dolor que sentía en el pecho. Prendió el milésimo cigarrillo, pensó en Marta, su mujer, en lo lejos que estaban. No pudo recordar en que momento empezó el quiebre. Imaginó hablarle, terminar todo. La tía Pura se acercó y lo sacó de sus cavilaciones.
- Julito, tantos años sin vernos… creo que es hora de
olvidar todo; en estos casos la familia tiene que estar
unida. Ya sé qué no es momento, pero cuando pase un poco todo esto, por qué no lo llamás a Agustín y arreglan las cosas,…¿ no te parece, nene?.-
- Si tía…ya vamos a hablar.- le contestó mirando al
costado, convencido de que jamás lo llamaría.
Doña Pura volvió a sentarse al lado del cajón. Siguió hablando en voz baja con su hijo, que le pedía por tercera vez que se fueran a su casa.
- Andáte vos, yo me quedo con mi hermana.- dijo con la mirada clavada en un crucifijo.-
- Si vos te quedás, yo también. ¿Qué hablabas con el guacho ese?
- ¡ No hables así delante de un muerto!!!, respetá la familia!! -
- Tá bien, tá bien.- asintió de mala gana.
De la cocinita de la sala valatoria, salía un aroma a café de filtro
que se mezclaba con el de las flores, para pronto desaparecer en ese espeso aire inconfundible de todo velorio, donde nada parece lo que es. Ninguna orquidea es bella, toda magnolia, por blanca y perfecta, allí, cortada, apilada entre otras, sólo exhala perfume a muerte.
Una empleada con cara de sueño sirvió una última vuelta antes de irsa a su casa y encomendarle a una vieja que cuando se fuera, juntara todas las tacitas y las dejara en la cocina, sobre la bandeja de aluminio. Eran diecisiete.
Ya se habían ido unos cuantos vecinos. Pasadas las doce, quedaban algunos familiares, unos pocos amigos de Julio y colegas que venían a darle un pésame fugaz antes de irse a la guardia o a descansar.
- ¿ Querés algo, hermano?, te va a venir bien algo fuerte
¿te traigo una copita? – dijo el Laucha, que ni en un velorio se olvidaba de la bandeja.
Los otros que antes discutían de fútbol se acercaron y poniéndole la mano al hombro, se despidieron.
-Mañana nos vemos en el entierro. ¿por qué no te vas a
tirar un rato, Julio? Estás muerto…- dijo Goyo, dándose cuenta tarde lo poco feliz de su metáfora.
- No… me voy a quedar la noche acá, por ahí duermo un rato en el sillón. Vayan, muchachos, vayan que es tarde, che, y gracias por venir.-
- Por favor!,…¿para que estamos?, cualquier cosa,…ya sabés…lo que necesités, avisá, Julio.-
- Está bien, muchas gracias, che…hasta mañana…-
Salieron con paso lento y cuando llegaron a la vereda, Goyo le dijo al Pelado, una vez más, si de verdad él pensaba que Bochini era mejor que Alonso.
Julio tomó de un trago la ginebra que le acercó el Laucha.
- Ché…no te vas a poner en pedo ahora…¿no?-
- No, Laucha, servíme otra que la necesito.-
El alcohol caliente le quemó la garganta y le pareció lo único vivo que podía sentir en el pecho esa noche de Marzo.
Sentía que la soledad era algo que podía llegar a tocarse. Muertos sus viejos, lejos de su mujer, peleado con el resto de la familia y con amigos bastante olvidables, sólo la imagen de sus hijos le dio una leve sensación de alivio. Pero un dolor profundo y nuevo no se cura con una dosis de alegría. Hay que dejarlo venir, vivirlo, transitarlo, y dejar el resto al tiempo, el implacable.
El Laucha sirvió la última copita y fue a dejar la botella vacía en la cocina. Cuando volvió le dijo que ya eran las dos menos cuarto y que él abría el bar a las seis.
- Me voy a dormir un rato y mañana vuelvo…,cuidate, dormita un rato, ché…-
- Sí, Laucha, andá tranquilo, gracias-
Doña Pura, la tía, seguía sentada al lado del cajón, con la mirada perdida entre coronas y palmas y un rosario entre las manos. A su hijo Agustín sólo le faltaba roncar. Por el momento, había desistido de convencer a su vieja de irse, se acomodó en el sillón lo mejor que pudo y se durmió.
En la sala quedaban dos compañeros de la facultad. Hablaban de caballos de carrera, mientras la mujer de uno de ellos se aburría demasiado. Se acercó a Julio y le preguntó si quería algo, un café.
- No gracias, Gladys,…¿por qué no se van a dormir?…ya son las dos, mañana se tienen que levantar temprano…-
- No te hagas problema, Julio, nos quedamos un rato más, después dormimos.- y se acomodó a compartir el silencio que era preferible a la conversación de su marido.
Este y su colega dejaron por unos segundos la charla de burros para mirar discretamente a la morocha de rulos que acababa de entrar.
- ¡ Liliana ¡ ¿Qué hacés a esta hora…para que te molestaste?.- dijo Julio sorprendido al ver entrar a su secretaria.
-
- No es molestia, doctor…no pude venir antes porque era el cumpleaños del papá de mi novio. Quería pasar a ver cómo estaba.-
- Bien…bien, querida, bien. - contestó con voz apagada, mirando el piso.
- Sentáte.- dijo Gladys que seguía al lado de Julio, parándose para ir donde estaba su marido, después de mirar de arriba abajo a Liliana e inmediatamente a su esposo, para sorprenderlo, como suponía, con la vista fija en las pantorrillas de la secretaria, más precisamente en los zapatos de taco alto y fino.
- Pero cómo vas a venir sola a esta hora, Liliana,…no era necesario.- dijo en tono casi paternal.
- Ya sé, Julio, pero vivo acá a diez cuadras, vine con el auto de papá, no es ninguna molestia.-
El segundo Julio que escuchaba en el día de labios de su secretaria, aún en estos momentos, no dejó de sorprenderlo. Hacía casi dos años que recibía un respetuoso doctor.
- ¿Está bien?…se lo ve tan cansado…-
- Qué se yo cómo estoy…no sé, no lo puedo creer. Ayer estuve con ella tomando mate y hoy… mirála…todavía no lo puedo creer.- y en los ojos volvieron a nacer un par de lágrimas, que contuvo una vez más.
- Es terrible…es tremendo.- Liliana sin saber que decir, mirando a cualquier lado.
- Fue tan inesperado…una mujer fuerte, vital…parecía tan llena de vida…y ahora, ésta tristeza…¿sabés?, ya no soy un pibe, tengo más de cuarenta años…pero esto…esto me hizo mierda…es muy feo.-
- Claro, claro…terrible.-
Liliana miró alrededor y le asombró ver tan poca gente.
- ¿ Y su mujer?.-
- Se quedó con los chicos…pobrecitos…están muy impresionados, la querían mucho.-
- Me imagino…¿quiere que le traga algo…un café? ¿habrá en la cocina?-
- No sé…pero la verdad me vendría bien algo caliente, vamos a ver.-
- Deje, deje…yo se lo traigo.-
- No, vamos…así estiro un poco las piernas. Hace como una hora que estoy acá sentado.-
Cuando Liliana se paró a Julio le pareció verla más alta. Al descuido la miró caminar delante de él y se detuvo unos segundos en las piernas que asomaban bajo una pollera bastante larga, aunque con un tajo que mostró fugazmente unas curvas como para quedarse a vivir en ellas. En otro momento hubiera sido lindo perderse en imaginar los muslos, algún lunar en un rincón inaccesible. Ahora la tristeza lo invadía todo…o casi.
Antes de entrar en la cocina, lo pararon los compañeros para despedirse. Gladys, después de saludarlo, asomó la cabeza en la cocina y le dirigió un seco buenas noches a Liliana, acompañado de una mirada un tanto despectiva.
Doña Pura seguía sentada al lado del cajón, cabeceando de a ratos, intentando rezar cuando se despertaba. Agustín roncaba a un metro de distancia.
Nadie quedaba en la sala. El silencio era sólo interrumpido por el ruido de las cucharitas y los pocillos de café que Liliana acomodó en la mesada, junto a los otros.
Julio se sorprendió apenas al darse cuenta que tenía los ojos fijos en los zapatos de taco. Le recordó fugazmente algunas imágenes de Liliana en el escritorio, cuando la primavera hace inevitable una mirada a las piernas que asoman después del invierno, como otra belleza inexorable.
-¿ Está bien caliente, doctor? –
- Sí, si…Liliana…gracias.-
Mientras revolvía el café que le acababa de servir, pensó, por qué doctor, por qué Julio, inmediatamente sintió culpa de estar pensando en eso en estos momentos. Miró el cajón, del que sólo se veía desde allí una parte, justo donde estaba sentada la tía Pura, tan parecida a su vieja. ¿Por qué no se habrá muerto ella?, pensó, y enseguida se sintió culpable nuevamente.
- ¿Era joven su mamá, ¿no? – dijo Liliana para romper el silencio y enseguida se dio cuenta que no fue lo mejor que pudo haber dicho.
- Sí, era joven… bueno, podría ser tu abuela, pero para
morir era joven.-
- Claro, claro…-
-Por ahí uno siempre piensa que se es joven para morir, ¿no?, pero ya sé…ya sé que no es así. ¿Sabés?, en esta profesión ves irse a mucha gente. Te parece que llegás a acostumbrarte a verle la cara a la muerte. Pero en este momento, siento como si no supiera nada, como si fuera la primera de todas.-
- ¿Y su papá? –
- No lo conocí. Sólo una foto, murió cuando yo era muy chico.- tenía los ojos fijos en el pocillo vacío, donde
ahora caía una lágrima, y otra, y otra más. Julio lloraba en silencio, las primeras lágrimas del día, retenidas una y otra vez.
Sentía aflojarse todo el cuerpo, no podía ni le interesaba parar de llorar.
Liliana lo miraba sin atreverse a decir nada. Se sentó al lado, lo vio inmensamente sólo, quebrado. Sin pensarlo, como se hacen las mejores cosas, le pasó un brazo por los hombros y con un pañuelo perfumado le secó las lágrimas. Julio la dejó hacer, en un momento intentó retenerle la mano, pero sólo pudo seguir llorando y dejarse abrazar mansamente.
El perfume de Liliana le hizo recordar algo, alguien, algún momento. Se asombró de estar abrazándola, de sentir tanto calor en ese abrazo, como hacía demasiado tiempo no sentía. Quizo que ese instante no terminara nunca, que borrara todo el dolor, toda pena. Quizo y no comprendió lo que quería. Apartó un poco la cara de los hombros de Liliana y sin pensar ni entender nada la abrazó mas fuerte, la besó en la mejilla, en el cuello, en los labios.
Liliana tampoco entendió nada pero ofreció los suyos. De pronto estaban abrazados en el sillón de la cocina, besándose, mordiéndose, y todo perdió sentido. La vida y la muerte eran aquel abrazo.
Julio no se preguntó nada y se paró apretando el cuerpo de Liliana contra el suyo. Sus manos recorrieron brevemente la espalda para detenerse en la absoluta redondez de sus glúteos;
Sintió toda su juventud encenderse, todo el deseo de siglos que brotaba de algún rincón olvidado.
Con una pierna cerró la puerta, sin darse vuelta ni dejar de acariciarla. Tanteó el cierre de la pollera y comenzó a bajarlo,
dejándola caer. Ella movió los pies y la apartó. Cuando Julio vio la diminuta bombacha negra perdiéndose entre tanta carne blanca, con los zapatos de taco todavía puestos, todo él fue descontrol. Se desabrochó el pantalón del traje, Liliana quizo sentarse en el sillón, pero él la tomó del brazo.
- Ahí no, quedáte acá, parada…date vuelta. - susurró.
- No…así no.-
- Sí, quedate así, quedate así…- suspiraba mientras
arrodillado comenzó a besar y morderle las nalgas. Ella apretaba los labios, esforzándose por no soltar algún gemido demasiado fuerte. Julio se paró, la tomó de las piernas y la sentó en el pequeño espacio libre de la mesada. Liliana abrió los muslos, lo envolvió con las piernas, clavándole los tacos en la espalda. Con la bombacha todavía puesta, apenas corrida, comenzaron la dulce carrera hacia el infinito, el breve recorrido entre la vida y la nada. Las piernas de Liliana se abrían más y más, un milagro era posible, el mundo parecía detenerse. Y Julio no pudo más que entregarse, sin pensar, sin medir nada. Ni el mañana, ni el inmediato movimiento de su brazo derecho, que al querer abrazarla, dio en su apasionado trayecto con la cafetera que estaba sobre la hornalla, que a su vez empujó la bandeja de aluminio con los diecisiete pocillos de café vacíos, que fueron a dar al piso quebrando el silencio con un estruendo considerable.
Después de unos segundos de desconcierto en los que permanecieron inmóviles, Julio se olvidó del ruido y volvió a lo suyo, pero enseguida comprendió que los ojos de Liliana no se abrían tan desmesuradamente por el placer que sentía, sino por ver a la tía Pura parada en la puerta de la cocina, con la boca abierta y las dos manos agarrándose el corazón.
- ¡¡¡ Es el Diablo!!!, es el Diablo!!!!!, Satanás!!!!!!!- gritó la tía cuando recuperó el habla.
Julio ya se había corrida para que Liliana bajara de la mesada. Ella manoteó la pollera del piso y salió corriendo, empujando a doña Pura que seguía gritando y sorprendiendo al primo Agustín que no entendía nada al despertarse y ver pasar una mina en bolas corriendo al lado del cajón, con la pollera en la mano y el susto en la cara.
-Es el Diablo…¡ con la finadita ahí, Satanás ¡!!!- seguía gritando la tía, mientras Agustín entraba a la cocina y al ver a Julio abrochándose los pantalones, creyó comprenderlo todo.
-Hijo de mil putas, basura!! - Le gritó amagando sacar un derechazo que hacía rato tenían ganas de darse.
Julio manoteó la botella de ginebra vacía que había dejado el Laucha Hernández y con bronca de años la levantó apuntando a la cabeza de Agustín.
- Rajá de acá, que te parto el bocho, guacho de mierda!- le gritó totalmente descontrolado.
La tía Pura, que seguía gritando que era el Diablo, dejó de agarrarse el corazón para tomar a su hijo del brazo y empujarlo fuera del alcance del botellazo.
- Vamos, hijo, dejálo. ¡ Es un degenerado, profanador,
Satanás, es un demonio!- los gritos de la vieja resonaban en el pasillo de salida, mientras Julio, desplomándose en el sillón, se frotaba los ojos como queriendo escapar de una pesadilla.
Después de unos segundos en silencio, sintió una fuerte arcada, decidió salir a tomar un poco de aire. Pasó al lado del cajón sin mirarlo. Afuera llovía, se le apagó el cigarrillo que acababa de encender. La noche de Marzo se volvió curiosamente fría, no podía ser de otra manera.
Agarrado del palo de la luz vomitó todo el desconcierto. Con el pantalón salpicado se sentó en el cordón de la vereda, todo le pareció un mal sueño, olvidable.
Pero no pudo evitar pensar en Liliana, desnuda, con los zapatos puestos. Y sentirse mejor que antes, cuando todo era solamente tristeza, y aquel abrazo, nada más que otra ausencia.
jueves, enero 12, 2006
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