
Durante tres semanas estuve en Washington DC haciendo un curso del Departamento de Estado del gobierno de los Estados Unidos. Eramos 72 participantes, todos de América latina, que compartimos, al mejor estilo de la casa del Gran Hermano el curso y las vivencias que alli se dieron.
La verdad fue duro, muy intenso y a veces áspero, quizás muy áspero para mi sensibilidad.Era como estar en Guantánamo.
Yo sé que muchos de los que lean esto me dirán: “pero de que te quejás si estuviste en EEUU, viajaste, etc”.
Es cierto, tienen razón. Siempre que viajo y conozco gente y otras culturas recuerdo a mi padre que nunca pudo regresar a su España, por la que luchó y por la que estuvo 7 años preso. Es entonces que me digo que la vida me regaló una profesión, como la de periodista, que además yo construí y que me permitió viajar y andar por ahí.
Pero la verdad es que a mis 48 años, con algunas rengueras en el alma y muchas canas no estaba en mis planes ni ir a Washington y luego, ya por mi cuenta, recalar en Nueva York.
Pero si el curso fue muy interesante y de alguna manera un regalo, no se como calificar a mucha de la gente que alli conoci y con la que me he sentido tan junto que se hizo muy difícil despedirme de ellos.
Obviamente no soy un lírico que piensa que está todo bárbaro y que todos somos buenos. Había entre los 72 asistentes mucha mierda, pero por eso mismo de esos no voy a escribir ni hablar. Allá ellos con sus olores que yo tengo los míos. Y me voy a quedar con mis afectos. Y si bien podemos prometernos muchas cosas: “nos vamos a ver, o nunca te voy a olvidar”, la vida continua y el agua corre bajo los puentes, así que hay que dejar pasar el tiempo. Y si bien por suerte existe internet, esta maravilla que tenemos alcance de la mano y que nos permite la comunicación como si estuviéramos a un paso, nada puede sustituir el mirarnos a los ojos, abrazarnos, caminar juntos bajo la lluvia o en una tarde de sol.
Y eso fue lo que rescato del curso más que lo que allí pude haber aprendido. Sépanlo. Soy un llorón, un sentimental. A veces le quiero sacar ese toque de uruguayez a las cosas, me resisto a esa, a veces, mediocridad de país chiquito, pero en este caso, debo decirlo, me hizo sentir bien: lloré mucho, me emocioné mucho y por muchas cosas y salvo una excepción no lo hice en público. Fue dificil despedirme de Javier, el rosarino que da clases en Brasil, el gran cocinero y catador de vinos. Fue apenas un abrazo en medio de una fiesta y no más que eso, no podíamos hacer más. No pude hacer más.
Fue difícil despedirse de Damián, mi “hermano mellizo”, porque descubrimos que nacimos el mismo dia y el mismo año, uno en Buenos Aires, él y yo acá en Uruguay, en Montevideo.
Y qué decir lo que fue despedirme de Marcela, mi colega chilena, una mujer dulce desde la dureza, apenas un beso en el metro tras una un día y noche de caminar y caminar por Nueva York festejando el cumpleaños de Cecilia y despues una llamada al otro dia o dejar a Cecilia, la peruanita que se reveló como una dura e incisiva preguntadora o de Jaime el colombiano danzarín. Para cada uno de ellos hay un recuerdo distinto porque la relación con cada uno de ellos fue diferente. Es la vida. Fue parte de la vida, la que creo que nos quedó ahora irremediablemente unida por estas tres semanas en EEUU.

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